
La familia Strode
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En las ciudades universitarias como Cambridge, Inglaterra, los estudiantes suelen compartir casas con desconocidos unidos apenas por la necesidad común de un techo. Así vivía Giulia, una estudiante italiana de Economía, cuya soledad había llegado a mis oídos a través de sus quejas casuales en los pasillos de la facultad.
Ese domingo la invité a almorzar con un grupo de brasileños. El contraste fue inmediato: donde ella esperaba encontrar la típica reserva británica, se topó con la calidez sudamericana. Los brasileños la recibieron con brazos abiertos, aunque su inglés fuera más vacilante que el de ella, pulido por años de estudios en Europa.
Giulia floreció en esa mesa. Habló en inglés de política europea, de teoría económica, de sus recuerdos de Nápoles, saltando entre temas con la naturalidad de quien por fin encontraba oídos dispuestos a escuchar. Pero cuando notó que era prácticamente la única voz en la conversación, se detuvo abruptamente.
“Perdón, quizás estoy hablando demasiado” se disculpó, con una sonrisa tímida. “Es que en casa convivo con estudiantes ingleses de ciencias exactas, y sus conversaciones están tan llenas de silencios incómodos que siento que tengo que llenarlos constantemente”.
En esa confesión se revelaba toda una pequeña tragedia cotidiana: la de quienes, siendo naturalmente sociables, se ven condenados al silencio por códigos culturales que no comprenden, hasta que encuentran, por casualidad, un espacio donde su verborragia no es defecto sino regalo.
