
La pequeña señorita Fairfield, 1850 (detalle)
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Me encantan los trenes clásicos, esos que nunca alcanzan velocidad de vértigo, que traquetean amorosamente y que huelen a madera vieja. Afortunadamente todavía quedan algunos reservados a destinos menos buscados y en uno de esos me encontraba, a medio adormecer, cuando reparé en que la mujer sentada frente a mí tenía los ojos ahogados y apretaba con fuerza un pañuelo conteniendo el amenazante sollozo.
Le pregunté si se sentía bien y asintió con demasiada insistencia como para creerle. Adivinando mi intención de querer ayudar, me repitió que estaba muy bien y me dio las gracias por nada, al mismo tiempo que, con la palma de la mano, ponía una barrera a cualquier iniciativa salvadora mía.
La seguí observando disimuladamente y me conmovió su dolor solitario y su ansia por apurarlo en silencio. Se me ocurrieron tres o cuatro historias que servirían para explicar por qué se encontraba así, pero que no servirían para lo importante que era hacerla sentir mejor.
Estaba pensando en lo inútiles que podemos ser a veces y entonces entraron, desde el vagón delantero, una señora muy de su casa con una niña de unos seis años. La señora se sentó a mi izquierda y la niña al lado de la mujer que no quería llorar. Rápidamente la niña le preguntó a su vecina si estaba llorando. Mientras la mujer negaba rotundamente, la madre de la niña le advertía a Leonor que no molestara a la señora. Leonor se enfurruñó dos minutos antes de volver a la carga y asegurarle a la mujer del pañuelo que a ella tampoco le gustaba llorar. Nueva amenaza de la madre, nuevo rostro arrugado y brazos cruzados de Leonor que se quejaba porque nunca le dejaban hacer nada.
Seguramente el pequeño zafarrancho madre/hija distrajo de su padecer a mi compañera de enfrente por un corto lapso. Guardó el pañuelo y se dedicó a mirar por la ventana, pero, sin previo aviso, su cuerpo se estremeció levemente y sus hombros se comenzaron a sacudir. A pesar de los gestos de amenaza de su mamá, Leonor se sacó del bolsillo un pequeño conejo de trapo y se lo tendió a la mujer.
A veces tenemos la suerte de presenciar un milagro y eso fue lo que ocurrió: la mujer vio el muñeco, luego miró a Leonor y, muy lentamente, una sonrisa se abrió paso entre las huellas de su dolor, fuera el que fuera.
Nadie estaba más contento en aquel tren que Leonor, mientras yo me preguntaba cuándo nos hicimos tan educados que no somos capaces de ayudar por no molestar.
