Tapiz flamenco, 1495-1505
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A media tarde, mientras el vapor se eleva de mi taza de café y el humo del puro me satisface, él aparece como un reloj. El hombre con sus dos labradores dorados se mueve por las piedras con precisión militar, pero su sonrisa lleva la calidez de quien saluda a viejos amigos.
Los perros son inquietantemente perfectos. Cuando él se detiene a revisar el celular, se sientan instantáneamente, sus ojos ámbar fijos en su rostro con una devoción que roza lo mecánico. Un gesto sutil de la mano los envía hacia adelante nuevamente, sus patas golpeando las piedras en perfecta sincronía. En un país donde los perros normalmente descansan en los umbrales de las puertas y persiguen gatos por los callejones estrechos, la calma de estos animales parece casi sobrenatural.
Los dueños del café se encogen de hombros cuando pregunto sobre él. “No sabemos”, dicen. Pide su café en portugués impecable, deja el cambio exacto y desaparece en el laberinto de calles medievales que serpentean hacia el río.
Me encuentro estudiando al trío con fascinación creciente. La ropa del hombre es discreta pero impecable, su manera cortés pero distante. Pero son los perros los que me inquietan. Su obediencia parece vacía, su curiosidad canina natural suprimida bajo capas de condicionamiento rígido. Nunca olfatean los pasteles de nata aromáticos enfriándose en las ventanas, ni siquiera olfatean la base de los árboles.
Tal vez sea un ex-instructor militar, llevando viejos hábitos a la vida civil. Puede ser que se esté preparando para alguna gran presentación que nunca llega. O posiblemente, él es simplemente un fantasma de la rutina, apareciendo cada tarde para recordarnos que, en nuestro mundo cada vez más caótico, alguien todavía cree en el orden perfecto, aunque esa perfección cueste la alegría.
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