
Imagen creada por https://www.recraft.ai/
En líneas generales, a mí las etiquetas me molestan muchísimo. Y no lo digo en sentido figurado: cuando volteo la cabeza me rasguñan el cuello. Esas diminutas tiras de tela que se empeñan en recordarme su presencia son, para mí, una tortura constante. Pero claro, la palabra etiqueta no se queda ahí: vive en muchos rincones de la vida cotidiana.
Si hay que ponerse elegante, se habla de ropa de etiqueta. Ese momento en que la invitación a un matrimonio o una gala ya trae implícito que no basta con la buena voluntad: hay que ponerse el disfraz social. Corbata, tacones, vestido largo. Todo un uniforme que distingue, sí, pero también aprieta y pesa.
En otra esquina está la etiqueta social. Esas reglas invisibles que dictan cómo comportarse: que si no se habla con la boca llena, que el brindis se hace mirando a los ojos, que hay que sonreír aunque no tengas ganas. Hasta existen cursos para aprender “buena etiqueta”, como si la espontaneidad fuera una mala palabra.
Ahí me metí por otra calle: la de la Caracas de mis padres, donde existió la sastrería de Félix Morreo, famosa por su lema: “La etiqueta que distingue”. Allí, más que un traje, uno compraba estatus. Los trajes eran de un corte perfecto, y no hacía falta ver la etiqueta para saber que quien lo llevaba puesto pertenecía a cierto club invisible, reservado y aspiracional.
Pero, por contraste, también están quienes llevan la etiqueta de la ropa por fuera. No por descuido, sino como declaración: “mira cuánto costó mi camisa”. Es como si el cartoncito colgado valiera más que la tela. El esnobismo, que llaman.
Las etiquetas aparecen incluso en los regalos. ¿Quién no ha hecho la maniobra de revisar un obsequio recibido para ver si, con un poco de suerte, todavía conserva la etiqueta y se puede devolver? O, al contrario, ¿quién no ha corrido a quitársela antes de entregar un presente, para que nadie descubra el precio? Es que, volviendo a las clases antes mencionadas: un regalo con la etiqueta pegada es de pésimo gusto.
También están las más pesadas de todas: las etiquetas que ponemos a las personas. Ese “ella es conflictiva”, “él es un inútil”, “tú eres demasiado sensible”, y al decirlas se pegan como una segunda piel que, a diferencia de las de la ropa, no se quitan con tijeras. Como tampoco se quitan con tijeras las de plástico que se le pegan a libros y cuadernos, pero esas nos proporcionan un sentimiento de propiedad único.
Si nos ponemos a ver, todas las etiquetas tienen algo en común: nos rozan, nos marcan, nos encasillan. Y aunque algunas sean inevitables, siempre queda la opción de arrancarlas, de andar un poco más libres, sin nada que nos raspe el cuello ni la paz, ni por último la existencia.
