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José Manuel Peláez

Es de agradecer, por José Manuel Peláez
José Manuel Peláez, 225a

Es de agradecer, por José Manuel Peláez

Venía caminando sin prestar mucha atención y casi no tuve tiempo de reconocerle cuando se abalanzó sobre mí y me abrazó con tal efusión que la vergüenza casi me mata porque todos a nuestro alrededor, no sé si por envidia o por complicidad, se estarían preguntando la razón para tanto regocijo. Hacía tres años, Emanuel (con E al principio) estaba en una disyuntiva entre quedarse en su país o viajar a otro muy lejano y distinto al suyo donde tendría que empezar desde cero. En aquellos momentos éramos compañeros de trabajo y viéndolo debatirse en un remolino de dudas que se lo tragaba, le invité a unos tragos y, con una asertividad que nunca utilizo para mí mismo, le miré muy serio y le dije que debía irse. Irse, sin más, sin pensar demasiado, sin mirar atrás, simplemente dar el paso al fre...
Yo, la hipertimética,<br/> por José Manuel Peláez
José Manuel Peláez, 224c

Yo, la hipertimética,
por José Manuel Peláez

Si no me hubiera sentado en el autobús justo frente a ella, esto no habría pasado. Los lentes oscuros y la gorra que recogía su rubio cabello y le tapaba parte de la frente me desconcertaron. Pero a medida que avanzábamos me convencía de que yo conocía a esa mujer. Quizás fuera la forma primorosa de sus labios o su ausencia de este mundo para estar pendiente solo de la nada que desfilaba frente a su ventanilla.Intenté no ser demasiado obvio, pero no podía evitarlo y tanto va el cántaro a la fuente hasta que ella se dio cuenta de mi impertinente mirada.─ Sí, soy yo… la hipertimética ─ me dijo mientras se quitaba los lentes.Entonces lo recordé todo. Se llamaba Isabel Cantero y la había conocido cuando mi amigo Manolo, tan dado a buscar personas y hechos fuera de lo común, me la presentó hací...
El hombre invisible, por José Manuel Peláez
José Manuel Peláez, 223b

El hombre invisible, por José Manuel Peláez

La inauguración de una nueva librería es, para mí, un espectáculo digno de verse, como un desfile de cachorros de Tigres de Bengala, Rinocerontes de Java, Linces Ibéricos o Pandas Gigantes que representan la última esperanza contra su extinción. Me encontraba ojeando la sección “TESOROS DE SIEMPRE” cuando, a mi lado, una especie de sobresalto llamó mi atención. Un hombre bajito con una de esas caras sin nada para recordar secuestró un delgado volumen, revisó las primeras páginas y se dirigió a la caja como quien acaba de encontrar oro y lo esconde de miradas codiciosas. Por supuesto que seguí al hombrecito. Me coloqué tras él en la fila, vi que el libro que aferraba era una edición de “El Hombre Invisible” de H.G. Wells. Me preguntaba por qué había decidido hacer lo que estaba hacien...
Hipnosis felina,<br/> por José Manuel Peláez
José Manuel Peláez, 222b

Hipnosis felina,
por José Manuel Peláez

A veces no puedo dormir. Me gustaría decir que eso me ocurre porque trato de buscarle un significado a la vida o las respuestas a ¿quién soy? ¿a dónde voy? y otras parecidas, pero no se trata de algo tan glamoroso. Simplemente no me puedo dormir y ya. El resultado es que el siguiente día comienza como el inicio de una escalada al Everest sin comida, bombona de oxígeno y sin ropa adecuada.Estaba yo en uno de esos días de los que uno espera que pasen rápido cuando me encontré con el aviso del espectáculo de Monsieur félin, un hipnotizador que prometía disfrutar de un gato haciendo “lo nunca visto”. He trabajado en marketing y sé que no hay límites para las promesas y que la mayoría de ellas terminan en decepciones de todo tipo, pero hacía calor, el local tenía aire acondicionado y segurament...
Los adioses,<br/> por José Manuel Peláez
José Manuel Peláez, 221c

Los adioses,
por José Manuel Peláez

 En 1772, Joseph Haydn trabajaba como maestro de música de un príncipe austriaco. Entre sus obligaciones estaba la de componer un cierto número de partituras, bien fuera a pedido o por propia inspiración. Y entre sus preocupaciones estaba la de que sus músicos, obligados a vivir en el palacio de verano se veían alejados de sus familias por largos períodos de tiempo, tan largos como el noble capricho de quien pagaba las cuentas. Ese año, Haydn compuso la Sinfonía de los adioses y para el último movimiento hizo que cada uno de los músicos, al concluir su intervención se levantara, apagara la vela del atril, recogiera la particella y se fuera. Al final, solo quedaron el propio Haydn y el concertino, los únicos cuyas familias vivían en el palacio.  El príncipe se dio cuenta de la indirecta y, ...
El reloj perdido,<br/> por José Manuel Peláez
José Manuel Peláez, 220d

El reloj perdido,
por José Manuel Peláez

A pesar de la infinidad de libros virtuales a mi alcance, de vez en cuando voy a una biblioteca pública para entretenerme revisando los títulos en los lomos, sacar cualquier volumen para darle un vistazo y, si me seduce, sentarme un rato a leer a la manera antigua; pasando hoja por hoja, cerrando el libro y los ojos cuando una frase me gusta para grabarla en la memoria y luego continuar acariciando las páginas. En eso estaba hace tres días, cuando una mujer cercana a los cuarenta años y de rostro angustiado se presentó a mi lado interrumpiendo mi romance con El extranjero de Camus. ─ Disculpa… ¿puedo pedirte algo? ─ me dijo con una mezcla de vergüenza y decisión en la voz. Con cortesía teñida de precaución le dije que “por supuesto”. ─ Es que… ─ vacilaba nerviosa ─ he perdido e...
Tiempo pasado,<br/> por José Manuel Peláez
218d, José Manuel Peláez

Tiempo pasado,
por José Manuel Peláez

 La conversación giraba sobre el mismo punto desde que me senté cerca de un grupo de esos que ahora se llaman “gente de la tercera edad”. El tema que daba vueltas en la noria era el consabido “todo tiempo pasado fue mejor”. Cada uno de los asistentes pugnaba por hacer recordar a los otros el aroma de las antiguas panaderías o salivaba al evocar el sabor de “aquellos” tomates o insistía en que la televisión nos había vuelto blandengues.Particularmente nunca me ha gustado pensar que todo tiempo pasado fue mejor y si me mantenía en mi atalaya cercana a la discusión era por la discordante presencia de uno de los viejitos, quizás el más viejo de todos, que no hacía nada por intervenir y que tampoco asentía vigorosamente cada vez que uno de sus compañeros pregonaba una imagen del añorado pasado ...
¡No molestes!, por José Manuel Peláez
217b, José Manuel Peláez

¡No molestes!, por José Manuel Peláez

Me encantan los trenes clásicos, esos que nunca alcanzan velocidad de vértigo, que traquetean amorosamente y que huelen a madera vieja. Afortunadamente todavía quedan algunos reservados a destinos menos buscados y en uno de esos me encontraba, a medio adormecer, cuando reparé en que la mujer sentada frente a mí tenía los ojos ahogados y apretaba con fuerza un pañuelo conteniendo el amenazante sollozo.Le pregunté si se sentía bien y asintió con demasiada insistencia como para creerle. Adivinando mi intención de querer ayudar, me repitió que estaba muy bien y me dio las gracias por nada, al mismo tiempo que, con la palma de la mano, ponía una barrera a cualquier iniciativa salvadora mía.La seguí observando disimuladamente y me conmovió su dolor solitario y su ansia por apurarlo en silencio. ...
El Alien,<br/> por José Manuel Peláez
216d, José Manuel Peláez

El Alien,
por José Manuel Peláez

Todos los asientos del autobús estaban ocupados. Cuando vimos entrar a una señora embarazada con un gran paquete en la mano, seguramente esperamos que alguien amable le cedería el puesto. A mi lado, un joven estaba inmerso en un juego del supuesto teléfono inteligente. Su rostro denotaba concentración absoluta en el teclado, en el destino de sus avatares y en lo que sus audífonos le decían. Pensé que iba a ser muy difícil que reparara en la futura mamá colocada estratégicamente frente a él.Al cabo de un minuto y después de varios sacudones por los baches, decidí cederle mi puesto a la señora porque me cansaba más discutir con el video jugador que estar de pie. Mi gesto fue la señal de partida a una disputa iniciada con la señora agradecida que no se explicaba lo que pasaba con la juventud ...
La píldora,<br/> por José Manuel Peláez
215c, José Manuel Peláez

La píldora,
por José Manuel Peláez

No era serio, tan solo la lógica consecuencia de mi estupidez al creer que podía hacer montañismo de la noche a la mañana sin ningún tipo de preparación y sin contar con la opinión de mi tobillo izquierdo, siempre reacio al esfuerzo injustificado.Para esperar la medicación indicada, me senté en el único banco disponible, al lado de un hombre de unos cincuenta y tantos años que le preguntaba ansioso a una enfermera al paso cuándo le iban a dar la píldora. Ella le hizo un gesto que podía significar cualquier cosa y desapareció en uno de los cubículos.El hombre parecía no haber dormido en mucho tiempo y sus ojos eran dos velas consumiendo el final del pabilo. Me miró compartiendo su desesperanza.─ ¿Por qué la gente tratará tan mal a la gente?Antes de entrar en el laberíntico tema, preferí pre...
El mono, por José Manuel Peláez
214a, José Manuel Peláez

El mono, por José Manuel Peláez

Parecían salidos de otros tiempos. De esos tiempos en los que un hombre acompañado por un mono que entregaba a los curiosos una tarjeta con su fortuna, a cambio de unas monedas, era completamente normal. Recordé que muchas veces mi amigo Manolo me había aconsejado no pasar de largo ante cualquier situación o escena o personaje que me pareciera “discordante” porque seguramente ahí había un misterio esperando ser revelado. Me acerqué al Sr. Destino (así lo anunciaba el cartel escrito a mano que colgaba del cuello del simio) lo suficiente para observar mejor, pero no tanto como para que me creyeran interesado en la clarividencia del mono. Se había formado una pequeña fila de clientes y con cada uno de ellos, “Cándido” (así se llamaba el animal) esperaba una señal de su amo quien, después d...
El iluso, por José Manuel Peláez
213b, José Manuel Peláez

El iluso, por José Manuel Peláez

 Siempre me han parecido las plazas, locales de espectáculo sin programa. Uno siempre encuentra algo que le llama la atención: desde una ardilla perseguida por un gato hasta una pelea de niños que se convierte en una pelea de padres. En esta oportunidad, llamó mi atención un grupúsculo reunido alrededor de un hombre subido a un banco desde el cual predicaba tal cual las imágenes que yo recordaba de los profetas en los libros de Historia Sagrada. El centro de su prédica estaba en convencer al escaso y efímero auditorio de que era ridículo esperar que los problemas del mundo y del planeta se fueran a resolver por iniciativas sociales, nacionales, internacionales o planetarias. ─ ¡La ONU nunca conseguirá la paz mundial! ─ gritaba a pleno pulmón ─ pero tú sí puedes sembrar paz. Dos ci...