¡No molestes!, por José Manuel Peláez
Me encantan los trenes clásicos, esos que nunca alcanzan velocidad de vértigo, que traquetean amorosamente y que huelen a madera vieja. Afortunadamente todavía quedan algunos reservados a destinos menos buscados y en uno de esos me encontraba, a medio adormecer, cuando reparé en que la mujer sentada frente a mí tenía los ojos ahogados y apretaba con fuerza un pañuelo conteniendo el amenazante sollozo.Le pregunté si se sentía bien y asintió con demasiada insistencia como para creerle. Adivinando mi intención de querer ayudar, me repitió que estaba muy bien y me dio las gracias por nada, al mismo tiempo que, con la palma de la mano, ponía una barrera a cualquier iniciativa salvadora mía.La seguí observando disimuladamente y me conmovió su dolor solitario y su ansia por apurarlo en silencio. ...